Recuerdo cuando, siendo aún joven, me vi involucrada en un debate en la universidad sobre la importancia de la libertad de expresión. Estábamos en una mesa redonda donde se discutía sobre los límites de la crítica, y un compañero, muy apasionado por el tema, mencionó cómo algunos periodistas y activistas en su país habían sido perseguidos por expresar opiniones que no coincidían con las del gobierno. En ese momento, algo hizo clic en mí, y me di cuenta de lo valiosa que es nuestra libertad para hablar, escribir y cuestionar sin miedo a represalias.
Ese día, entendí con más claridad que no solo debemos defender la libertad de expresión, sino también proteger a aquellos que, al alzar la voz, se convierten en objetivo del acoso judicial. Lo que comenzó como una discusión académica se transformó en una lección de vida. Me di cuenta de que muchas veces el miedo silencia las voces más necesarias, esas que critican, que desafían lo establecido, que buscan un cambio.
Hoy, como docente de literatura, trato de transmitir a mis estudiantes la importancia de las palabras. Cada ensayo, cada relato o poema que escriben, es una pequeña manifestación de su pensamiento, de su manera de ver el mundo. Y aunque la literatura se utiliza para conectar con los demás, también es un acto de valentía: muchas veces, escribir y compartir pensamientos puede ser un desafío, sobre todo cuando se corre el riesgo de ser malinterpretado o atacado. Pero creo que es fundamental que nuestros jóvenes se den cuenta de que, aunque el acoso judicial puede ser una amenaza, nuestra voz siempre tendrá un poder transformador. Por eso, desde el aula, quiero fomentar no solo la creatividad literaria, sino también la conciencia sobre la importancia de defender ese derecho fundamental de expresarse libremente.
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